Desde que el líder independentista, Àngel Colom tuvo la extravagancia de atreverse a considerar al castellano como lengua territorial de Cataluña (Eduard Voltas, “La Guerra de la Llengua”) se ha abierto un debate subterráneo, solapado entre la realidad periodística y los estamentos políticos que promete una bocanada de aire fresco en esta sociedad tutelada. Pero aún no ha llegado a la superficie; y lo que de ella ha emergido sale viciado: se considera una patología lingüística lo que sólo es una realidad lingüística. Problemática, sí, pero tan sana como la pluralidad ideológica. La responsabilidad de este error interesado no nace de las declaraciones de Colom, son una consecuencia de la ambigüedad calculada que sobre el particular impusieron los nacionalistas en el Estatuto.
Dice así el artículo 3 del Estatuto de Cataluña en su apartado 2º: “El idioma catalán es el oficial de Cataluña, así como también lo es el castellano, oficial en todo el Estado Español“. Un experto en sintaxis, seguramente lo hubiera simplificado así: “En Cataluña hay dos idiomas oficiales, catalán y castellano”. Se dice lo mismo, con menos palabras y mucho más claro. Aunque esto último era lo que a lo peor se quería evitar, a juzgar por el equívoco que ya se había introducido en el apartado 1º del mismo artículo 3: “La lengua propia de Cataluña es el Catalán“. En este caso, un experto en Derecho Constitucional tendría motivos más que suficientes para preguntarse por qué los legisladores se empeñaron en hacer antropología lingüística en medio de un texto jurídico.
En un principio, la inclusión en el Estatuto de Cataluña del concepto de “lengua propia” pretendía especificar el estatus histórico que la lengua catalana poseía en Cataluña. Es decir, se hacía mención a que tal lengua era autóctona de este territorio, como el swahili de Kenya o el guaraní, de Paraguay. En ningún caso, tal concepto justificaba rango jurídico alguno sobre la lengua común española. Y así se vendió en su momento por parte de todos. Pero a la vuelta de los años, los nacionalistas gobernantes han convertido tal concepto histórico, en jurídico y por consiguiente, han legitimado una primacía de la lengua catalana sobre la castellana. Alguien me corregirá inmediatamente diciéndome que una y otra son oficiales. Evidentemente, pero al otorgarle un valor jurídico al concepto de lengua propia -aún a sabiendas que ni es constitucional ni lo avala el Estatuto-, permite a la retórica política gobernante legitimar una primacía de la lengua de unos catalanes sobre la lengua de otros. O lo que es lo mismo, permite legitimar los deseos de superioridad del mundo nacionalista sin caer en contradicción o en mala conciencia por imponer un idioma sobre otro.
La consecuencia inmediata de ese contrabando político es la imposición del monolingüismo en el Parlamento de Cataluña, en las escuelas públicas y en general, en las instituciones culturales, recreativas, políticas, económicas, religiosas etc. que domina el nacionalismo. Es decir, en casi todos. He aquí el origen del creciente descontento, por no decir conflicto, que ha generado la politización de la lengua. Sin embargo, los causantes efectivos de él siempre lo han negado.
¿Por qué todos los nacionalistas se han empeñado y se empeñan en negar el problema lingüístico de Cataluña? Respuestas hay varias. Destacaré dos sobre todas las demás: porque sus objetivos monolingüistas se imponen mejor en el silencio, y porque su nacionalismo está fundamentado en la lengua. Es decir, reconocer que existe problema a causa de la lengua, es aceptar que el nacionalismo es origen de problemas. Y, consecuentemente, es poner en cuestión la fuente, el instrumento de donde nace todo su poder. Pero hilemos más fino, ¿por qué ha sido elegida la lengua como signo de demarcación del nacionalismo? Porque el “hecho diferencial” del que emana la disculpa reivindicativa necesita algún elemento objetivo que evidencie la diferencia. No olvidemos -como nos recuerda Gabriel Albiac- que el nacionalismo ni es bueno ni es malo. El nacionalismo es excluyente o, sencillamente, ¡no es!. Y la lengua, en cuanto le permite diferenciar, le permite ser; es decir, le permite excluir. Más allá de la simulación bilingüista que el poder nacionalista debe sostener, la evidencia de esa verdad es hoy incontestable en Cataluña.
Lo cual debería hacernos reflexionar seriamente, tanto por la aberración que supone la “limpieza lingüística” que de ello se sigue, como por el silencio intencionado con el que se tapa la aberración. Sin embargo, los nacionalistas han conseguido que la utilización de la lengua como criterio de demarcación aparezca no sólo como inaplazable y justificado desquite de agravios históricos sino como irreprochable desde el punto de vista moral y político. El embotamiento al respecto es tan eficaz como unánimes los medios periodísticos y políticos puestos a su servicio. Ante situaciones como ésta, sólo la analogía nos puede sacudir las entendederas. Intentémoslo. ¿Se imaginan que el artículo 3 del Estatuto de Cataluña pusiese: “La raza propia de Cataluña es la blanca“? No, claro; no se lo imaginan. No obstante, si lo pusiese, no necesariamente supondría trato discriminatorio contra los ciudadanos catalanes de otras pigmentaciones. Un naturalista podría aclararnos que la mención a la raza propia sólo era una referencia de cariz histórico para especificar que la raza blanca era la autóctona de Cataluña. Claro, que si la especificación no sirviese para fundar derecho u obligación, ¿para qué diantres íbamos a malgastar artículos del Estatuto en poner lo que pertenece a las Ciencias de la Naturaleza? Como vemos, la referencia a la raza nos resulta inaceptable o gratuita. Nunca la admitiríamos como criterio étnico o como esencia de la nación catalana. ¡Raza catalana!. Su sola mención nos resulta grotesca.. Sin embargo, lo que para nosotros nos parece propio de bárbaros para otros ha sido o es signo inequívoco de derecho de ciudadanía. Hace sólo 3 décadas, el líder negro Martin Luther King moría asesinado a cuatro manzanas de la “Estatua de la Libertad” por pretender que los negros no fueran ciudadanos de segunda, y sus hermanos de color de la República Sudafricana han tenido que esperar a las puertas del siglo XXI para poder votar en un país en el que sólo votaban los blancos.
La analogía de la religión propia, al igual que la metáfora de la raza propia, desnuda y transparenta la sinrazón de “la lengua propia“. Nos frotaríamos incrédulos los ojos si un buen día abriésemos el Estatuto y leyésemos en su artículo tercero: “La religión propia de Cataluña es la cristiana“. Si además comprobásemos que nuestros políticos sólo considerasen como auténticos catalanes a aquellos ciudadanos que profesasen públicamente la “religión catalana”, entonces no nos frotaríamos los ojos, nos los sacaríamos. Afortunadamente, a ningún catalán cuerdo se le podría pasar por la cabeza semejante disparate. Pasaron los tiempos en que se confundía el poder religioso y el poder político. El Estado es aconfesional y sus ciudadanos pueden profesar la religión que prefieran o aborrecerlas todas si ese es su deseo. Sin embargo, sólo hace medio siglo el mundo asistió horrorizado a las matanzas genocidas que practicaron mutuamente hindúes y musulmanes en el proceso de creación de Pakistán e independencia de la India. La religión fue el criterio de demarcación sangriento. Millones de personas de religión musulmana llegaron al Pakistán -territorio desgajado de la India en el proceso de independencia para dar cobijo a los musulmanes- desde todos los lugares de la excolonia británica. Mientras, desalojaban ese territorio todas las que profesaban el hinduismo. Pueblos enteros fueron pasados a cuchillo mientras se dirigían a pie al Estado religioso respectivo. Sólo el horror de los campos de exterminio nazis pueden compararse a esta tragedia.
Incomprensible para nosotros, seríamos incapaces de sugerir que en Cataluña existe una religión propia y otras impropias. Pero como en la India, este criterio ha sido esgrimido por los exyugoslavos, servios, croatas y bosnios para odiarse y matarse durante años. Más o menos como los Irlandeses protestantes y católicos. En uno y otro caso, la lengua no es problema alguno. Como no lo fue el urdu y el hindi para hindúes y musulmanes. En el caso de los irlandeses, el 97 % de la población habla inglés, mientras croatas, bosnios y servios se han entendido en serbocroata sin fricciones. En todos estos casos el criterio de demarcación y la intolerancia consiguiente vienen impuestos por la religión, algo primitivo e inaceptable para nosotros. No creamos, sin embargo, que somos mejores que ellos. Aquí no tenemos religión propia e impropia, pero sí tenemos “lengua propia” y “lengua imperialista“, que es una manera como otra cualquiera de desacreditar a la lengua común española para poder considerarla impropia sin mala conciencia. Esto nos hace tan arbitrarios y excluyentes como el más injusto racista o el más fundamentalista de los religiosos. Aunque lo disimulemos beatamente con la ayuda humanitaria a Bosnia.
En el fondo, lo que aquí se está dilucidando con la utilización política de la lengua es la discriminación social. El concepto de “lengua propia” ha resultado ser un tocomocho para todos los castellanohablantes que de buena fe lucharon por recuperar los derechos de la lengua catalana y un criterio étnico de demarcación contra todos los que no dominan el catalán. Es bien evidente que tal criterio beneficia a unos ciudadanos y perjudica a otros, no sólo porque es efectivamente así, sino porque las reglas de juego de demarcación se han impuesto interesadamente por parte de una población contra otra, que no las dominaba ni estaba en disposición de dominar, en su mayor parte. Y benefician a unos, porque disfrutan de un espacio laboral donde una parte de la población no “fa nosa” y perjudica a otros porque, además de salir en desventaja en la disputa laboral, ven disminuidos día a día sus expectativas institucionales, despreciadas sus referencias culturales y eliminados sus derechos lingüísticos en la escuela. La consecuencia de ello no es sólo material, sino espiritual: la autoestima cultural disminuye al mismo tiempo que aumenta la asunción de la propia inferioridad. Es el camino al autoodio étnico que aún sufren algunas tribus amazónicas a consecuencia de la imposición cultural y lingüística de las misiones hispanolusas. O, sin ir más lejos, es el camino al resentimiento en que tantos catalanohablantes permanecen atrapados a causa del pasado desprecio franquista a la cultura y la lengua de tres millones de catalanes. Así no se cura una herida, así se infecta. Para muestra, un botón: La pretensión de imponer el uso preferente del catalán (cercano al monolingüismo) en el Ayuntamiento de Barcelona, pasando olímpicamente del 52% de sus ciudadanos que tienen en el castellano la lengua de uso cotidiano -según encuestas del propio Ayuntamiento- ha levantado ampollas en la ciudadanía. Hasta el punto que su alcalde, Pascual Maragall ha optado por retrasar su puesta en marcha. ¿Es tan difícil rotular, imprimir y atender en una y otra lengua en una institución pública como es el Ayuntamiento de Barcelona? ¿Acaso se le agrietan los cimientos al Corte Inglés por rotular escrupulosamente todos sus servicios en catalán y castellano…?
¡Hoy en Cataluña no hay sitio para dos lenguas oficiales! Esa es toda la sabiduría que ha logrado destilar la lucha nacionalista por las libertades de Cataluña.
1 comentario:
Hola compañero:
Hablando de vigencia,te ruego que leas este artículo.
Un saludo.Xure Rocamundi.
http://ciutadansarenys.blogspot.com/
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