Ayer mismo, en un tono más áspero, Gregorio Morán desde LA VANGUARDIA concretaba su mala leche, que muchos compartimos, diciéndole cuatro cosas bien dichas y merecidas a la izquierda catalana, artículo que de alguna manera complementa la reflexión de Azúa (recogida en el anterior post del blog).
Tal como comenta mi amigo Jokin Armendariz, sólo discrepamos de este artículo en una cuestión: Cuando habla de una ETA "antifranquista" ... este fue uno de los grandes errores de la resistencia contra el franquismo, haber considerado a esta organización terrorista como uno de los suyos. ETA nunca fue antifranquista, ETA siempre, desde sus inicios fue una organización terrorista nacionalista, nada más ... ni menos. Y en la memoria democrática española es algo que debería aclararse de una vez por todas. A ETA, ni agua.
'Se les ha pasado el arroz'
(Publicado en La Vanguardia)
Hemos cambiado mucho. Creíamos que la aportación catalana a la política española consistía en dotarla de seriedad y pragmatismo, porque el pragmatismo creíamos que era otro componente de la dieta mediterránea. Hasta que alguien propuso organizar unos Juegos Olímpicos de nieve. Creíamos que éramos los reyes del pacto, que incluso cuando los niños leían En Patufet, subían a Montserrat y cantaban Al vent, ya alimentaban las semillas del consenso. La izquierda catalana era massa; más que mucho, demasiado. Era transversal incluso antes de que se inventara la palabra. En caso de dudas, el maestro Vicens Vives nos instruyó en las artes históricas del seny y de la rauxa, que venía a ser como el yin y el yang de los alternativos.
Hasta que el otro día llegó un inglés y nos sacó los colores; ellos, tan envarados con la historia, herederos de Gibbon y el gran Toynbee, y nosotros tan sensibles a lo nuestro que nos creíamos, de puro autocríticos, flagelantes. Habló John H. Elliot y nos dejó helados. ¡Salve, que casi no se enteró nadie!
Si alguien me preguntara cuál fue la mayor tara que dejó el franquismo en Catalunya, yo diría que fue el cultivo y fermentación del tópico. Porque es verdad que los tópicos, como los estereotipos, sirven para defenderse, son protectores como las vacunas, aunque tienen el inconveniente de durar mucho más que la enfermedad que pretenden evitar.
Y sobre todo, son recurrentes. Cuando creemos que sus efectos han terminado, vuelven, y cuando lo hacen no siempre es verdad que se atengan al principio de Marx el Viejo, no se repiten como parodia sino como amenaza.
Lo peligroso de situaciones como las que estamos viviendo no es volver a la mediocridad y violencia del tiempo pasado sino preguntarnos si no nos engañamos al creer que las habíamos superado. Si me preguntaran en estos últimos días de acontecimientos embarazosos qué es lo que más me ha conmovido, yo no diría que es el trampantojo del tripartito, ni el debate parlamentario en las Cortes, sino la respuesta de un treintañero mediático cuando le preguntaron por su orientación política. Respondió escuetamente: “catalán”.
¡Toma ya! Cuando los que ascienden por la cucaña parodian al Cambó de 1931, y todo sea dicho, sin tener ni idea del precedente, eso constituye algo parecido a una amenaza. Mala cosa cuando los jóvenes simulan ser viejos resabiados que alimentan las querencias de la parroquia. Estos chicos han salido reaccionarios, cuando nosotros, a lo más que habíamos llegado, es a ser conservadores. Imagínense si a los treintañeros de la meseta, es un decir, se les ocurre responder a la sencilla pregunta política, “¿dónde te sitúas, majo?”, con un “yo español a secas, caballero”. Recuerdo una escena del 77 que entonces no me impresionó nada pero que luego he ido actualizando. Si la memoria no me falla me la contó Escubi. Para quien no está al tanto de las historias vascas, José María Escubi Larrea fue una leyenda de los primeros años de ETA antifranquista. Cuando volvió a Euskadi en 1977 se encontró con uno de esos viejos amigos que se tienen, buena gente, de los que guardaron su valor discretamente hasta que pudieron no arriesgarlo. Escubi se interesó por la izquierda vasca, pero como el otro no hacía más que repetirle la misma pregunta -¿eres abertzale, o eres españolista?-, acabó mandándole literalmente a tomar por el culo. Pues bien, si cuento esto es porque lo que parecía imposible, que alguien te hiciera una pregunta similar en Catalunya, empieza a ser plausible. A mí, sin ir más lejos, me ha ocurrido por primera vez.
Si hay un reproche que hacer a la clase política catalana en su conjunto es el de haber invertido los términos del debate. Aquí se ha ido de más a menos. Pocas clases políticas pueden jactarse, como la catalana, del prestigio que gozó durante la transición e incluso antes, algo insólito en toda España, incluido Euskadi, por supuesto. El prestigio de su clase política, incluso el respeto, fue una singularidad catalana que implicaba muy específicamente a su izquierda. ¿Cuándo se les pasó el arroz? Ni la mente del derechista más retorcido sería capaz de imaginar cómo fue metiéndose ella sola, con su solo impulso, sin necesidad de empujarla mucho, en un laberinto con apenas dos salidas: el aislamiento y la poza séptica. El aislamiento lo define la reducción de su base social, y la poza séptica, la corrupción institucional y transversal, es decir, la mierda. Hay un amplio muestrario, desde el Fòrum aquel de las Culturas hasta el Palau, con parada y fonda en Santa Coloma.
A mí como ciudadano no me angustia que la preocupación más llamativa del gobierno de la Generalitat haya sido la invención de un nuevo Estatut que ha reducido aún más la base de sustentación de la clase política catalana. Tampoco que prohíban los toros y bendigan los correbous, que por lo demás es una forma de hacer política que se llama desvergüenza o cacicada. Ni siquiera que haya quien va por las calles denunciando a los tenderos que no tienen los rótulos en catalán, aunque me parezca una ocurrencia fascistoide, porque no olvidemos que la característica más llamativa de los fascismos no fueron las partidas de la porra sino las legislaciones represoras. Y tampoco me inquieta, aunque me produzca cierta perplejidad, la obligatoriedad de que los funcionarios respondan sólo en catalán a quien les aborde en cualquier otra lengua, porque me parece legislar la grosería urbana y será fuente de la misma mala hostia que durante décadas acumuló quien iba a preguntar algo en catalán y decían que no le entendían. En el fondo, lo confieso ingenuamente, siempre pensé que los gobiernos estaban para resolver problemas, no para crearlos. Pero hemos vivido tiempos peores y no han conseguido echarnos de donde la voluntad nos ha traído.
Por eso, que el conseller Maragall descubra ahora que no saben adónde van y que luego asegure que sí, me parece tan patético como las audacias verbales del conseller Castells, responsable de la economía catalana desde hace algunos años, que por cierto va de puta pena, por decirlo con palabras nada alarmistas. A mí, que todos ellos hagan de su capa un sayo no me abruma y sólo me produce rubor que ahora, que se han prohibido las corridas y los aficionados han de ir a Perpiñán y alrededores, resulta que el president Montilla ejerza de don Tancredo; curiosa figura del mundo de la tauromaquia que consistía en ponerse delante del animal, tieso y callado. (Ni soy protaurino ni antitaurino; fui una vez y no entendí nada, pero jamás se me ocurrió pensar que tuviera un día que tomar posición sobre asunto tan trascendente). A mí todo eso no me inquieta. Lo que me deja estupefacto es que lo haga la izquierda, y anuncie su suicidio con fondo de sardanas y barretinas. “¡Endavant, Montilla!”. Todo eso lo hace mejor, y con mayor sentido, la derecha. O así pensaba yo cuando era más joven. Hemos cambiado tanto.
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