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DE PROPIO
(ABC) Si ha habido un santo y seña en Cataluña bajo el que se han perpetrado toda clase de negocios sucios ése ha sido el del catalanismo. Hasta la imagen del propio Jordi Pujol se ha visto deteriorada por las sospechas generadas por los asuntos turbios manejados por hombres de su confianza, tales como Lluís Prenafeta o Macià Alavedra. El desparpajo con el que tales personas utilizaban sus influencias políticas para labores de intermediación no hubiera sido posible sin el prestigio de la etiqueta catalanista, una llave maestra capaz de obnubilar a los auditores más concienzudos e incluso a los jueces y funcionarios judiciales más asimilados al medio ambiente catalán. El peso del catalanismo en la sociedad es tan apabullante que sólo el Partido Popular y Ciutadans son ajenos a la dinámica que impone un concepto que una decena de intérpretes (políticos, articulistas y profesores universitarios) modelan cada día como si fuera arcilla para adaptarlo a las circunstancias. El catalanismo, por tanto, es la solución óptima a todos los retos del futuro, a la crisis, a la falta de camas hospitalarias, a las emisiones de gases contaminantes y a las lesiones del Barça, tanto en su versión maximalista -el independentismo pijo de Laporta- como en sus perfiles más constructivos y realistas, encarnados por Duran y el pragmatismo socialista.
En el fondo, el catalanismo no es más que un «si nos dejaran a nosotros» que expresa una frustración más que un proyecto; es el fruto de una decepción con el entorno, el propio y el lejano, y parece eficaz, razonable y cabal en la medida en que es puramente teórico, además de simplista, esquemático, bastante pueril, ingenuo, retrógrado y endogámico, excesivamente proclive al consumo interno para muy iniciados.
Sin embargo, desde antes incluso de que Pujol reconstruyera el sentido del poder, el catalanismo era y es la tarjeta de visita indispensable para navegar por las aguas bravas o tranquilas del país. Sin el manejo de sus claves, sin la aceptación de sus reglas, ritos y peajes, sin la comunión, hipócrita o real, bajo sus mandamientos, el espacio es pequeño, el hipotético beneficio, magro, el margen de acción, reducido y las posibilidades, escasas.
No se trata de la mafia, ni de la masonería, ni de una religión obligatoria. Ni tampoco, probablemente, de la importancia de llamarse Ernest -ya perdonarán la gracieta-; es algo difuso y a la vez espeso, de castas, de silencios, de sobreentendidos, de toda la vida, de costumbres y tradiciones. Y con este cuento lleva ensimismada la política catalana desde el mismo momento en el que dispuso de las herramientas necesarias para empezar a aplicar un programa catalanista que, de momento, en lo único que ha consistido es en el logro de joder a los castellanohablantes.
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