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(La Voz Libre).- Es una ley española. A veces se nos olvida este hecho elemental. No es una ley catalana. Las leyes catalanas, después de ser promulgadas en Barcelona, pueden ser recurridas por Madrid para ver si se ajustan a la Constitución o no. Pero no es el caso del Estatut. El Estatut es una ley aprobada y promulgada en Madrid por las Cortes del Estado y, por lo tanto, se basa en la soberanía de todo el pueblo español. No es, como se suele presentar, que Cataluña se dé a sí misma un Estatuto y después, en España, se lo pasen por el proceso de 'cepillado'. El Parlament tiene sólo la función de proponer la ley ante las Cortes, que son quienes finalmente la promulgan. De Barcelona no salió un Estatut, sino una propuesta de Estatut. Fueron las Cortes de Madrid quienes tradujeron esa propuesta en una ley vigente. El TC, si la declara inconstitucional, le enmienda la plana a las Cortes de Madrid, no al Parlament 'del Parque'.
El referéndum posterior -que, por cierto, no consiguió convocar ni siquiera a la mitad del cuerpo electoral- era una ratificación de lo aprobado en las Cortes. Una ratificación necesaria, de manera que si se hubiese rechazado el texto, éste habría vuelto a las Cortes. El esquema es: el pueblo español, titular de la soberanía, dicta, por medio de sus representantes, la ley por la que se ha de regir Cataluña, a propuesta del Parlamento catalán y condicionada a su aceptación en referéndum por el pueblo catalán. Cataluña, pues, propone y ratifica el Estatut, pero quien lo dicta y le da fuerza de ley es España.
Pero, como cualquier otra ley, el Estatut debe estar acorde con la Constitución. Sería un desbarajuste que en el ordenamiento jurídico estuvieran vigentes una ley y su contraria. De hecho, el ordenamiento jurídico es un desbarajuste, hay leyes vigentes contrarias a la Constitución, porque en su momento no fueron recurridas por los órganos competentes. Por ejemplo, la Ley del Catalán (Aznar pagó así el apoyo de CIU) o la reciente Ley de Educación de Cataluña (Zapatero le ha dado una larga cambiada, para no afrentar al PSC, su decisiva reserva de votos).
Hay que felicitarse porque haya recursos al TC, cuantos más mejor, porque eso redunda en una mayor coherencia del ordenamiento jurídico. Las leyes salidas de los parlamentos a menudo responden a condicionamientos y presiones circunstanciales de los partidos, y se hace necesario un control técnico, independiente del juego político, para examinar su encaje en la Constitución, la ley de leyes. Eso es lo que hace el TC, y es bueno que lo haga, necesario y conveniente. Lo importante es que sea un tribunal realmente fuerte, independiente del juego político, que lo es más bien poco. Y si puede ser, que espabilen, que no se les mueran las sentencias en las manos. Un recurso no es un trámite engorroso, no es una castración de la voluntad popular. Al contrario, es una feliz garantía de la permanencia de la voluntad constituyente del pueblo soberano. Por lo tanto, pese a la tardanza escandalosa, pese al servilismo ante las presiones de los partidos, debemos felicitarnos: olé por los magistrados y olé por el TC.
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