(El Mundo) Treinta años después del primer gobierno autonómico, Cataluña está tocando fondo y sólo cabe volver a empezar. Necesitamos abrir una etapa postnacionalista en la que la composición del futuro Parlamento y el futuro gobierno catalán refleje y comprenda que Cataluña somos todos.
Esta semana se conmemoró, en el Parlamento autonómico, los 30 años de autogobierno catalán. El 20 de marzo de 1980 se celebraron las primeras elecciones a la Generalitat después de la entrada en vigor de la Constitución española y del Estatuto de Sau en 1979. Aunque algunos quieran obviarlo, el de la carta magna ha sido hasta la fecha el referéndum más apoyado en la historia democrática de Cataluña, prácticamente por el noventa por ciento de votantes y, a diferencia del Estatuto de 2006, el primer Estatuto catalán fue también, ampliamente, apoyado y demandado por la población catalana.
Tres años antes, en octubre de 1977, el presidente Tarradellas al volver del exilio pronunció la esperanzadora e intencionada frase de “Ciutadans de Catalunya, ja sóc aquí”. Aquellas palabras demostraban que Tarradellas era consciente de que la Cataluña del 36 poco tenía que ver con la de aquellos años. Millones de ciudadanos habían llegado en las últimas décadas de otras partes de España en busca de oportunidades y habían hecho de Cataluña una sociedad plural, abierta, cosmopolita y pionera en la reivindicación de las libertades. Y la España de los años 70, a pesar de los cuarenta años de dictadura ya no era la España de los años 30, sino un país que empezaba a prepararse para entrar en las Comunidades Europeas y en plena expansión industrial.
Todo indicaba que la sociedad catalana había conseguido aquello que, de forma consensuada, anhelaba: una España autonómica que se reconocía plural en su Constitución, la co-oficialidad del catalán después de cuarenta años de uniformismo franquista y un autogobierno que se ponía en marcha inmediatamente después de la aprobación del Estatuto del 79, el Estatuto de todos los ciudadanos de Cataluña.
Pero, el primer discurso del primer presidente de la cámara, Heribert Barrera, constató que la histórica frase de Tarradellas iba a quedar enterrada, dando paso al comienzo de una etapa donde la losa del nacionalismo, bajo el concepto de la “construcción nacional”, iba a marcar el devenir de la sociedad catalana tres décadas. Barrera, líder de ERC, dijo que la nación catalana tenía como principal objetivo recuperar su plena soberanía. Empezaba una etapa donde era más importante ,en términos nacionalistas, “fer país” que “governar país”.
Y desde el primer día de autogobierno Jordi Pujol puso en marcha su proyecto, que consistía, básicamente, en utilizar las estructuras del Estado autonómico para construir la nación catalana. Para ello el pujolismo no dudó en utilizar todos los resortes que tuvo a su alcance durante veintitrés años. El adoctrinamiento en la educación -una de las competencias más deseadas por los nacionalistas-, el reparto de subvenciones que aseguraba la creación de una red clientelar al servicio de la causa nacionalista, una política lingüística que diluía el bilingüismo inicial recogido en la Constitución e impusiera el monolingüismo en catalán en la vida pública, la ocultación de la pluralidad social catalana y de la España autonómica a través de la manipulación del marco mental catalán en los medios públicos de la Generalitat, o el uso de los escaños de CIU en el Congreso con el único fin de que los sucesivos gobiernos centrales fueran cediendo competencias y no se inmiscuyeran en el avance de la construcción nacional catalana, fueron los principales usados por el inteligente y maquiavélico presidente convergente para ejecutar su estrategia.
Pero, en 2003, con la retirada de Pujol de la política activa existía la esperanza de que el PSC liderara una alternativa que pudiera cambiar el modelo de sociedad. Y a pesar de que hubo cambio de gobierno, siete años después podemos decir que Maragall y Montilla no solo han decepcionado a los que no somos nacionalistas, sino que han sido dos simples peones continuistas al servicio del pujolismo, encabezando un desastroso “artefacto” llamado tripartito.
La decadencia de la política catalana demuestra que el viejo y obsoleto catalanismo político del siglo XIX no puede gobernar la Catalunya del siglo XXI. Hay que abandonar el callejón sin salida hacia el abismo soberanista que nos divide, retomar el camino que emprendimos en el 79, y gobernar y legislar con políticas reales en aquello que nos une y nos preocupa a todos los catalanes. Como decía el presidente Tarradellas hay que dejar a un lado la política de ciencia-ficción -el Estatut, las vegueries, los referéndums, o las imposiciones y prohibiciones identitarias- para hacer política efectiva que solucione los problemas a los ciudadanos. Nuestra comunidad autónoma no debe ser un problema sino un referente dentro de una España cohesionada de ciudadanos libres e iguales. .
No será fácil girar la tortilla después de treinta años, pero los ciudadanos tenemos la última palabra en las urnas. Quien lucha puede perder, quien no lucha ya ha perdido.
Albert Rivera, Presidente de Ciutadans y diputado autonómico en el Parlament de Catalunya
Esta semana se conmemoró, en el Parlamento autonómico, los 30 años de autogobierno catalán. El 20 de marzo de 1980 se celebraron las primeras elecciones a la Generalitat después de la entrada en vigor de la Constitución española y del Estatuto de Sau en 1979. Aunque algunos quieran obviarlo, el de la carta magna ha sido hasta la fecha el referéndum más apoyado en la historia democrática de Cataluña, prácticamente por el noventa por ciento de votantes y, a diferencia del Estatuto de 2006, el primer Estatuto catalán fue también, ampliamente, apoyado y demandado por la población catalana.
Tres años antes, en octubre de 1977, el presidente Tarradellas al volver del exilio pronunció la esperanzadora e intencionada frase de “Ciutadans de Catalunya, ja sóc aquí”. Aquellas palabras demostraban que Tarradellas era consciente de que la Cataluña del 36 poco tenía que ver con la de aquellos años. Millones de ciudadanos habían llegado en las últimas décadas de otras partes de España en busca de oportunidades y habían hecho de Cataluña una sociedad plural, abierta, cosmopolita y pionera en la reivindicación de las libertades. Y la España de los años 70, a pesar de los cuarenta años de dictadura ya no era la España de los años 30, sino un país que empezaba a prepararse para entrar en las Comunidades Europeas y en plena expansión industrial.
Todo indicaba que la sociedad catalana había conseguido aquello que, de forma consensuada, anhelaba: una España autonómica que se reconocía plural en su Constitución, la co-oficialidad del catalán después de cuarenta años de uniformismo franquista y un autogobierno que se ponía en marcha inmediatamente después de la aprobación del Estatuto del 79, el Estatuto de todos los ciudadanos de Cataluña.
Pero, el primer discurso del primer presidente de la cámara, Heribert Barrera, constató que la histórica frase de Tarradellas iba a quedar enterrada, dando paso al comienzo de una etapa donde la losa del nacionalismo, bajo el concepto de la “construcción nacional”, iba a marcar el devenir de la sociedad catalana tres décadas. Barrera, líder de ERC, dijo que la nación catalana tenía como principal objetivo recuperar su plena soberanía. Empezaba una etapa donde era más importante ,en términos nacionalistas, “fer país” que “governar país”.
Y desde el primer día de autogobierno Jordi Pujol puso en marcha su proyecto, que consistía, básicamente, en utilizar las estructuras del Estado autonómico para construir la nación catalana. Para ello el pujolismo no dudó en utilizar todos los resortes que tuvo a su alcance durante veintitrés años. El adoctrinamiento en la educación -una de las competencias más deseadas por los nacionalistas-, el reparto de subvenciones que aseguraba la creación de una red clientelar al servicio de la causa nacionalista, una política lingüística que diluía el bilingüismo inicial recogido en la Constitución e impusiera el monolingüismo en catalán en la vida pública, la ocultación de la pluralidad social catalana y de la España autonómica a través de la manipulación del marco mental catalán en los medios públicos de la Generalitat, o el uso de los escaños de CIU en el Congreso con el único fin de que los sucesivos gobiernos centrales fueran cediendo competencias y no se inmiscuyeran en el avance de la construcción nacional catalana, fueron los principales usados por el inteligente y maquiavélico presidente convergente para ejecutar su estrategia.
Pero, en 2003, con la retirada de Pujol de la política activa existía la esperanza de que el PSC liderara una alternativa que pudiera cambiar el modelo de sociedad. Y a pesar de que hubo cambio de gobierno, siete años después podemos decir que Maragall y Montilla no solo han decepcionado a los que no somos nacionalistas, sino que han sido dos simples peones continuistas al servicio del pujolismo, encabezando un desastroso “artefacto” llamado tripartito.
La decadencia de la política catalana demuestra que el viejo y obsoleto catalanismo político del siglo XIX no puede gobernar la Catalunya del siglo XXI. Hay que abandonar el callejón sin salida hacia el abismo soberanista que nos divide, retomar el camino que emprendimos en el 79, y gobernar y legislar con políticas reales en aquello que nos une y nos preocupa a todos los catalanes. Como decía el presidente Tarradellas hay que dejar a un lado la política de ciencia-ficción -el Estatut, las vegueries, los referéndums, o las imposiciones y prohibiciones identitarias- para hacer política efectiva que solucione los problemas a los ciudadanos. Nuestra comunidad autónoma no debe ser un problema sino un referente dentro de una España cohesionada de ciudadanos libres e iguales. .
No será fácil girar la tortilla después de treinta años, pero los ciudadanos tenemos la última palabra en las urnas. Quien lucha puede perder, quien no lucha ya ha perdido.
Albert Rivera, Presidente de Ciutadans y diputado autonómico en el Parlament de Catalunya
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