Foto: Montilla escribiendo en el Libro de Oro de un Ayuntamiento mientras copia el texto pre-escrito en catalán en su libretita de bolsillo, ya que no se lo sabe de memoria, ni domina el catalán.
CONSTATABA el otro día Albert Rivera, con toda la razón, que «un presidente que (...) no tiene el nivel C de catalán será el (...) que lo exija a los profesores de universidad». También añadía el diputado que ese presidente, encima, no había «pisado la universidad». Ahí se equivocó. Porque el presidente sí pisó, parece, la universidad, aunque no lo suficiente. Para no errar el tiro, a Rivera le habría bastado con indicar que ese presidente que no posee el nivel C de catalán y que, aun así, lo va a exigir a los profesores de la universidad; ese presidente, a este paso, jamás alcanzará su nivel. No ya el de catalán; el de simple profesor universitario.
¿Se puede exigir lo que uno no es capaz de cumplir? Por supuesto, poder, se puede. Otra cosa es que una tal exigencia contravenga las más elementales reglas de la jerarquía, que, como nadie ignora -y muy especialmente quienes pretenden acabar con ella-, es la base de todo sistema social que se precie. La jerarquía -o la autoridad, que viene a ser lo mismo- presupone la existencia de estratos, de niveles. Quienes están arriba tienen algo que enseñar; quienes están abajo, mucho que aprender. Una sociedad funciona cuando la gran mayoría de sus miembros ocupan el lugar que les corresponde. O sea, cuando los de arriba dan ejemplo y los de abajo lo reciben.
Sobra decir que no es el caso de Cataluña. Empezando por su presidente y siguiendo por gran parte de la clase política, lo que aquí se da es una inversión paradójica.
En los niveles superiores no suelen estar nunca los mejores, los más preparados, los que deberían dar ejemplo. Esos individuos, que existían y tal vez sigan existiendo -como en cualquier sociedad, al cabo-, han sido arrinconados por tres décadas de vulgaridad nacionalista. Y hasta puede que muchos ya se hayan largado.
Lo que ahora se lleva, en la cúspide política catalana, son los burócratas rampantes con veleidades de comisario lingüístico, de educador social o de barrendero ecológico. De ahí José Montilla, ese producto emblemático de la Cataluña autónoma. Y el drama es que la vulgaridad no afecta sólo a las esferas gubernamentales. También en los niveles dirigentes de la llamada sociedad civil se han instalado los más serviles, los más inútiles, los que no pueden en modo alguno dar ejemplo; los peores, en una palabra.
Así las cosas, qué quieren, lo normal es que el presidente exija lo que no tiene. Dime qué exiges y te diré de qué careces. Lo que ya no es tan normal es que los demás, encima, se lo consientan. O sí lo es, porque los procesos degenerativos, por lo general, no perdonan, son implacables. Y, si no, fíjense en los resultados de ese estudio sobre los hábitos sexuales de los españoles que acaban de hacerse públicos.
Resulta que los catalanes, lo mismo hombres que mujeres, son los más insatisfechos en la cama. ¿Que qué tiene que ver eso con lo anterior? Hombre, no me negarán que, hasta cierto punto, también es una cuestión de nivel...
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